Me cruzo con el Hotel Mandarín en el Paseo de Gracia barcelonés, mejor dicho, en el tal vez, expaseo de algo. Villpandemia es un esqueleto renqueante de paseantes raudos, de miradas desconfiadas o desconfinadas. Inexpresivos cual hormigas embozadas cada uno hacia su nido. La noche me pilla paseo arriba. Hoy tenía otro objetivo, pero siguiendo el consejo de Brassaï solo busco noche y sombras, aquí. Esa negritud me ofrece gigantescas formas de realismo socialista en forma de esculturas que recrean los grandes ámbitos de la producción. Todos son currantes. De pico y pala, de siega y cosecha, empedernidos manufactureros, obedientes mineros.
La abundancia en forma de mujer norteña que, en contradicción, lleva trigo sobre su cabeza. No entiendo. Solo que la noche me los devuelve rudos, negros, tiznados de productividad, exentos de medios de producción, momias de un mundo productivo deslavazado. La paradoja es que ese lugar no era un sindicato albanés, ni un hogar del productor kazajo, era un banco, un banco que podía permitirse colgar en su fachada la momia granítica de aquellos a quiénes había escatimado sus salarios junto con sus clientes empresarios. La plusvalía subía y ellos, los pobres proletarios, se precipitaban al abismo de la miseria. Hoy es un hotel cerrado al que se les ocurrió llamarlo Mandarín Oriental. Cosas de Villapandemia.